Por la persiana, en su tira ausente, se cuela la vida de un poblado africano. Es el recuerdo de un documental en el que formé parte como espectadora y destella deslumbrante con esta luz molestándome a los ojos.
Alrededor de los enormes árboles, la madera organiza la vida de la aldea. Se agolpan los tablones en el centro de ella, envolviéndose durante su espera el polvo rojizo de la zona. Su madera fresca y blanca de roble y de nogal, la amontonan los niños ordenadamente para ser subidas al camión por otros brazos más fuertes. El Estado comprará la madera. El Estado mira por sus ciudadanos. Un majo de billetes en el bolsillo del transportista se despacha con uno solo para los trabajadores. Mientras, las adolescentes se hacen trenzas, lavan la ropa en el río, cuidan a los más pequeños o van a la escuela, el maestro concienciado, ha creado una obra sobre el sida, y replica en boca de sus alumnos los medios profilácticos, abstinencia, fidelidad y condones. Maravillosa planificación y precaución que nos hace más hombres. La pobreza y la muerte precoz rondan entre aquel polvo seco obstinadamente casi progresivamente.
Las mujeres subyacen en diferentes quehaceres, cediendo al dinero ante la fidelidad; participando en algunas decisiones del pueblo superfluas; haciendo guisos y vestimentas; criando a los hijos. Una sola se dedica a la práctica de la medicina ancestral y limpia con agua las penas y los pecados de lo vecinos que la visitan. Un consistorio farmacológico y médico se está haciendo con personal adscrito que viene de lejos con títulos acreditativos. Los litigios entre los ciudadanos se presentan ante un tribunal rotatorio. Se convoca a las partes y allí se hace justicia, dando la palabra a cada persona involucrada y decidiendo el castigo.
Dentro de las casas existe un ecosistema en el que los polluelos se comen a los insectos evitando así, que la comida los contenga. La familia se sienta sobre unos banquitos bajos o sobre cojines alrededor de la cacerola y con las manos cogen el bocado. Una masa cruda sustituye al pan. La candela se enciende a diario y a diario se barre con ramas la casa, pero el polvo de la tierra se cuela por las grietas de sus paredes, por la rendijas de su única puerta, como se cuela en mi mente la confrontación de su cultura con la mía, con cierto dolor, con incomodidad consciente. Su ecosistema está enlazado con otro que tiene vinculación con la naturaleza, igual que el nuestro, aunque menos visible con tantos intermediarios.
En el centro de la aldea polvorienta las maderas las introducen en un camión mercedes los trabajadores. Antes, los niños que tienen fuerza de hombres, las han ordenado. Algunos objetos occidentales llaman la atención: la mochila de un chiquillo cuelga de un clavo; la bebida “fanta” les gusta a las jóvenes; los machetes de acero para tirar los árboles son cuidados por los leñadores como diamantes. Una máquina serradora es compartida por todos, y el joven semicierra los ojos para evitar que las astillas se hinquen en el globo ocular. Yo también entrecierro los ojos para establecer una separación, una capa de gris, entre la deslumbrante luz que entra por la franja desnuda de la persiana y la impotencia de mi corazón.
¿Dónde están la minusvalías y las discapacidades? Pienso, hay escuela y farmacia; están organizados por familias; les amenaza la muerte; hay ocupación, que se hace con amor y sin cuestionamiento. Es su tiempo, es su espacio, con amenazas y seguridades. Es mi tiempo, es mi espacio, con mis amenazas y mis seguridades.
Inspirado del documental "El jueves nacional", de Ariani Astrid Atodji. Junio 2011