Transportaba cuatro grúas iguales como si fueran unas hechiceras gigantes.
Entre sus piernas esqueléticas de color lapislazuli intenso
se formaban huecos casi cuadrados rellenos de un mar agitado.
Con la rapidez de la intención y el empuje de la motivación,
introduje en cada puesto el tiempo incompleto.
Dibujé con la tiza de la espuma el número dos el primero,
luego me retorcí como una contorsionista uniendo la cabeza con los pies formando el cero.
Lo mismo repetí en el último espacio, el de la cuarta grúa. Y, como soy alta y delgada, solo tuve que ponerme muy recta en el tercer y último vacío para que se completara una década más con el uno.
Pero el pulso celoso de las tierras ocres envueltas en telas metálicas,
y el frágil latido de lo que somos,
amenazan con enardecer los vientos protectores
para que borren con agua la tiza de la pizarra.
A una sola dilatación le corresponde una sola contracción.
Ellas son el inicio y el fin de dos dimensiones sin cuadrículas,
en el que se entremeten los trozos ilusos e ignotos
del juego de la seguridad humana como yo lo hago entre las piernas de las hechiceras.
J Núñez Montoya