
El pequeño Izan prolonga reiteradamente sus extremidades hasta tocar con la puntita del pie y de la mano el tejido del capazo, los cuales, retira instantáneamente como si le quemara la sorpresa del tope. Este contacto delicado y curioso, le marca el límite del recogido espacio vacío. Entretanto, mi mente se proyecta al espacio ilimitado de la sucesión de la vida.
En esta ocasión, mientras lo miraba con ojos de estrella, ha sucedido que sus toscos movimientos de brazos, inquietos y desacostumbrados, se han liado por encima de su cabeza hasta golpearse la nariz y encontrarse casualmente, una mano con la otra. Se han cogido con tanta fuerza la una a la otra que su rostro quebró en un puchero gracioso. No sé si ha sido provocado por el daño del golpe en la nariz o porque el nuevo descubrimiento lo ha asombrado tanto hasta asustarse. Pero solo duró un momento, porque la mueca se tornó después en quietud silenciosa, en una quietud que me pareció de sabiduría.
Fascinante escala de obstáculos y descubrimientos a través de unas diminutas y perfectas manos encontradas por casualidad, que galopan incansables hacia el dominio del instrumento que nos hizo seres humanos. Empieza a encontrarse a sí mismo, con él mismo, y yo, le invoco un significado más allá de lo visible, haciéndolo hombre social.
Entonces, observé maravillándome, como mi nieto perdió la mano con tanta facilidad como la encontró.
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